LA VERDAD NO NOS HACE LIBRES Y LAS MENTIRAS CONSIGUEN LA NULIDAD
Este es un país capaz de hablar sobre chisteras más de quince días, sin darse cuenta de que en ellas se esconden los trucos de la paloma o el conejo.
El cambiazo ha sido siempre la morfina de España. A muchos problemas, más toros y más fútbol.
Dentro de las chisteras se oculta la razón de muchas bodas que queriendo ser católicas, han de conformarse con ser civiles: la nulidad eclesiástica.
La raíz de ese concepto es que un matrimonio celebrado anteriormente se convierte después en nulo. Pero montones de veces, en la televisión sobre todo, nos han hablado sin propiedad confundiendo lo nulo con lo anulable. Sin embargo hay una gran diferencia: lo anulable es lo que habiendo existido, deja de existir; y lo nulo es lo que no ha existido nunca, aunque lo pareciera.
Esto es lo que en mi caso, si llegara a plantearse, nunca voy a transigir con la Iglesia. Creo en Dios lo suficiente para sentir su comprensión de que los seres humanos no siempre llegamos donde nos proponemos. Que una nave no alcance su destino no puede equivaler a que la nave no salió jamás desde su punto de partida. O hacerme creer que en vez de una embarcación en toda regla, surqué los mares con un barquito de papel. Como yo me entiendo muy bien en música, es como si me dijeran que el disco que no llegó a superventas es porque no fue grabado.
No le admitiría a la Iglesia, que ha sido tantas veces fuente de mis alegrías, que respecto de mis hijas declarase, como es su idea con toda prole, que quedan en la misma situación de hijos matrimoniales con los mismos derechos y deberes. Esto de expulsar de una palabra -matrimonio- a dos cónyuges, pero extenderla a su descendencia es, sencillamente, la cuadratura del círculo, que como todo el mundo sabe es imposible. Esto son chisteras, magias, brujerías y juegos malabares con los significados más sagrados.
Si a la Iglesia se le ocurriera dictar la nulidad de mi matrimonio que -dicho sea de paso y por congruencia- yo no voy a solicitar jamás; si la Iglesia sentenciara la nulidad de dos consentimientos mutuos que hoy se dan en toda unión católica hasta con una catequesis imprescindible; si la Iglesia tocara un solo pelo de la existencia de mis hijas, afirmando que el vínculo del que procedieron no existió nunca, puede entonces estar segura la Iglesia de que va a encontrarme frente a ella hasta el final de mis días. Frente a ella -y no más con ella- a través de acciones públicas como la edición de libros, artículos, charlas y conferencias sobre un asunto que hace ya mucho que late como insostenible en la mayoría de los fieles católicos.
No temo lo más mínimo una excomunión en la que no creo, para nadie -para mí tampoco- en el corazón de Dios. Y en todo caso sería una de las formas en las que me sentiría más próximo a su amparo.
No voy a buscar la nulidad por los repugnantes procedimientos de la mentira. No voy a tolerar argumentos como el de la inmadurez, conquistador insaciable, ser un hombre poco dado a la familia, o que mi desestructurada infancia me marcó de tal manera que me convirtió en un hombre incapaz de asumir un compromiso… que son las perlas que ha tenido que dejarse paradójicamente quien se volvía a casar.
Estoy convencido de que no hay una mujer sensata en el mundo capaz de elegir para su vida al hombre que realmente se sintiera todo eso.
Lo acaba de decir el Papa Francisco: la Iglesia es pecadora (todos lo somos); pero ya es hora de que en asuntos tan decisivos abandone sus beneficiosas, carísimas y cuantiosas reincidencias.
José María Fuertes
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