A RAPHAEL LO ENTIENDE SU HIJO
Raphael no ha sido nunca un cantante de rellenos, uno de esos grabadores de discos a costa de lo que sea, sometidos a los imperativos de una industria que impone -o imponía, mejor dicho- una periodicidad de producciones a la fuerza. Cada disco de Raphael estuvo cuidado hasta los extremos de lo impecable.
Impecable por supuesto el apartado vocal, que abarca los casos en los que se incluyen coros, como en “Aleluya del Silencio” o “Le llaman Jesús”. Impecable en orquestaciones, auténticas sinfónicas al servicio de su prodigiosa voz, como en “Somos”. Impecable en respiraciones, porque si Raphael canta bien es porque igualmente respira bien, muy bien, con la caja torácica de un atleta, como si fuera un nadador de competición olímpica, al que la inmensa capacidad pulmonar le ha permitido un enorme juego de fuerza y suavidad en una tesitura que llega a alcanzar lo operístico, con el do de pecho incluido. Y desde luego Raphael ha sido impecable en sus canciones. A lo largo de su carrera, salvo algunas excepciones, Raphael está muy bien compuesto.
Esta trayectoria discográfica mayormente impoluta, sin aristas, es la que ha posibilitado la razón de su nuevo disco “Mi gran noche”, cuya idea fundamental ha sido la de volver a interpretar, ¡con setenta años recién cumplidos y como si nada!, las canciones llamadas al éxito y que eclipsaron precisamente los éxitos. Las caras B que pudieron haber sido las caras A. Yo lo llamaría el disco de la justicia, la que se merecían desde siempre aquellas canciones que no fueron las escogidas para la estrategia comercial, pero igualmente tan buenísimas como las triunfadoras, cantadas con tantas ganas como las mejores (si es que Raphael ha cantado alguna vez sin ganas). Su amplísimo repertorio ha estado tan bien escrito, que por este camino de la repesca se podrían editar varios discos más, a los que sugiero “Que seas tú”, “Hasta Venecia”, “Es verdad”, “Piénsalo”…
Pero lo que más me asombra de esta producción, en manos de un acertadísimo Jacobo Calderón, es conocer el dato de que Manuel Martos, el hijo menor del cantante, ha estado asesorando a su padre en la grabación. Porque cuando nació ese niño, la carrera imparable de Raphael -internacional, no lo olvidemos, a base de Madison Square Garden, Las Vegas o el Carnegie Hall- ya estaba más que consolidada. Manuel Martos podría haber quedado ajeno a la quintaesencia de su famoso padre por el London Palladium, El Patio mejicano o el Olympia parisino. Pero no: Manuel Martos, como si fuera uno de los millones de fans acérrimos de su idolatrado progenitor, parece habérselas sabido todas de Raphael a la hora de indicarle quién tiene que ser en 2013 sin olvidar al que fue en los años 60, cuando partió la pana de la música pop española que hasta llegar el de Linares no había cruzado el charco. Durante años cargó en la profesión con el mote de “el portero”, porque abrió para los demás todas las puertas hasta entonces cerradas a los artistas españoles. Ignoro hasta dónde llegan las recomendaciones de Manuel Martos a su padre, pero parece haber sido el idóneo para centrarlo después de las equivocaciones de Bunbury, que desde sus climas musicales en Héroes del Silencio, jamás tuvo conciencia de un concepto muy peligroso en Raphael, nada fácil de resolver: su evolución. El hijo es posiblemente el único con vía libre para ponerle el cascabel al gato. Manuel Martos le habla a un padre, no a un ídolo. Y eso se ha notado. Y Raphael trae la novedad de ser genuino, con solera, el de siempre. ¿Qué más podría desear que seguir siendo aquel? Porque eso, con más de cincuenta años en la cresta de la ola, de un continente a otro, eso sí que no se ha hecho nunca por nadie. Esa es la mejor innovación de Raphael para la música española.
José María Fuertes
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