¡¡¡500 DESAHUCIOS DIARIOS!!!
En su propia casa un hombre se ha ahorcado cuando estaba a punto de llegarle la orden judicial de desahucio. Y otro, por lo mismo, ha saltado por un balcón de la vivienda que no puede pagar. También una mujer de cincuenta y tres años, en Baracaldo, ha fallecido esta mañana por lanzarse al vacío desde el cuarto piso del que iban a echarla. Muchos más, quinientos casos por día, atreviéndose con el abismo de la intemperie, están siendo expulsados de sus hogares.
Ninguna visión de este tema debería ser simplista e irresponsable, porque un desahucio implica generalmente un enfrentamiento de los derechos de dos partes, cada una asistida de sus propias razones, sobre todo en el ámbito de los alquileres más que en el de las hipotecas. Pero el Gobierno ha implantado, con sus medidas económicas -que más bien son desmedidas-, la situación inhumana más cruel que recuerdo desde que empezó nuestra democracia.
Hay voces valientes que siguen denunciando la ambición alemana que late en el fondo de toda esta crisis, en la que están pagando justos por pecadores, en la que el que menos sabe de cuentas, ya se ha percatado de que las cuentas no salen, de que la verdadera cuestión de esta enorme y gigantesca mentira nos la esconde miserablemente la cima de un poder despiadado que, con sus privilegios y sueldazos, se halla a años luz de la tierra agrietada que pisan descalzos millones de parados.
El otro día alguien me dijo que yo hablaba muy florido. Quiso alabarme, yo lo sé; tuvo buena intención, me consta, pero no pudo dirigirme una expresión más inadecuada. ¿Florido yo? Será de otras cosas, porque de lo que es mi patria, de lo que es España, apenas tengo otras palabras que las que me da la rabia, la impotencia, el asco y hasta el desprecio por los políticos. Si hablo de España, sé que casi no ondean ya al viento más que unos trozos de banderas para las noches de fútbol. Hasta el aire que las mueve está prestado, está concedido. Nuestra atmósfera es ya germana. Un día llegará en que tributemos incluso el oxígeno de nuestros pulmones para que los inmorales gobernantes de aquí o de allí sacien su avariciosa sed de afán recaudador.
Como a Isabel Camiña, me duele España. Se va perdiendo España. Y a cada derrota de esta tercera guerra mundial disimulada, en la que se crucifica a los más honrados y trabajadores con la cruz gamada de la avaricia fiscal, yo voy encontrándome en mí mismo con un joven rebelde y con causa; yo voy hallándome en la zona peligrosa de la contestación y la protesta; voy reafirmándome de intolerante, mandando al cuerno a los cómodos, que como siempre serán los últimos de Filipinas en saber que hasta ellos serán víctimas, porque de esta ya no se libra nadie, salvo los poderosos que ya han evadido los capitales. España está llena de una inmensa población de avestruces que esconden la cabeza bajo tierra. Nadie se cree esto hasta que se lo crea. Porque todo tiene una primera vez. La desesperación también. Y hay una bolsa que se hincha y acabará explotando de millones de personas sin ocupación, de familias sin techo por culpa de los desahucios, abocadas incluso a separarse de sus hijos, y esos hijos de sus hermanos, agarrándose como pueden a la última tabla de salvación de la casa de los abuelos.
El grave panorama está bien observado por cualquiera de fuera, menos por los interesados que estamos dentro. Susan George, activista y pensadora, que preside honoríficamente la Asociación para la Tasación de las Transacciones Financieras y la Ayuda a la Ciudadanía, ha declarado: “Los españoles son ratas de laboratorio; a ver cuánto castigo toleran sin rebelarse”.
Los bancos, callan; los jueces dicen que “aplican” -ya, ya- la ley; y la policía, que cumple órdenes. Los políticos, mientras, a lo suyo por excelencia: la demagogia, ahora con el cuento de una reforma legislativa urgente y el establecimiento de la dación en pago.
De una Conferencia Episcopal entera, sólo un obispo se escandaliza públicamente. Mientras tanto, el país católico por antonomasia sigue tragando comuniones como ruedas de molino. En poco más de un mes estará montando belenes con el desahuciado Dios de las posadas, guarecido bajo un portal, acostado sobre un pesebre, envuelto en pañales. Y todo eso para acabar tocando la pandereta. Conmigo que no cuenten. Durante muchos años yo ponía en mi casa el nacimiento y siempre dejaba la cuna vacía, sin la imagen del niño. Sobre las pajas, un pequeño mensaje escrito advertía: “No le busquéis aquí. Está en cada uno de vosotros”. No soy ningún ejemplo, pero hasta a los más pecadores nos hierve la sangre. Cada desahucio es el drama de una familia y la vergüenza de una sociedad cuya religión más visible de cultos y santos, debería habernos convertido ya en revolucionarios, en decir basta y hasta aquí hemos llegado, y no aguantar más y jugárnosla para no soportar más a un poder ejercido por políticos inhumanos, tan hipócritas y estafadores como para haber sido elegidos por proclamas a favor de la vida y de la más originaria dignidad personal. La vida del nasciturus le importa mucho al PP. Eso es loable, pero resulta entonces contradictorio que no proteja con el mismo celo al ser humano desarrollado, crecido, al que tiene que ir a la universidad para formarse, acudir a la sanidad para curarse o sacar adelante a su familia. No deja de causar estupor que a un partido le quite el sueño la defensa de la vida del feto humano, pero duerma tranquilo y a pierna suelta cuando recorta drásticamente las posibilidades más dignas y esenciales de los que finalmente nacieron y han de mantenerse.
Yo los voté. No soy sospechoso ni cargo con los handicaps de ser socialista o cualquier otra cosa de izquierdas. Yo los voté, pero no me gusta un dictador llamado Rajoy, con sus secuaces, claro; con sus ministros y ministras fríos como el mármol e implacables como guillotinas que nos van a cortar el cuello cualquier día de estos del absolutismo democrático.
Un país con quinientos desahucios diarios y seis millones de parados, es un rotundo fracaso en sus planes de saneamiento y rehabilitación. Es ridícula e impresentable una ministra de empleo diciendo que nos estamos recuperando. Y el presidente del Gobierno, un hombre sin entrañas, un inepto para servir bien a los españoles y ayudarlos. Se diría que no tiene conciencia. Y que la única voz que es capaz de oír en su interior es la de una alemana que se apellida Merkel.
José María Fuertes
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