HASTA EL AÑO QUE VIENE
Se fue. Ya no es más que recuerdo y algún que otro milagro sujeto al alma. En cuestión de horas, el tiempo implacable le ha quitado a Sevilla lo que más le gusta ser: Semana Santa. Hoy le dirán que es Domingo de Resurrección, le cargarán las tintas con pesadas homilías machacando que esto es lo más importante.
Pero la liturgia de esta ciudad hace ya mucho que tiene el sepulcro vacío y la vida llena de vida. ¿Qué era la Resurrección y la Vida sino los niños batiendo palmas en el Salvador? ¿Qué era la Resurrección y la Vida sino el aroma de Dios desde los naranjos en flor? ¿Qué era la Resurrección y la Vida sino la certeza de la Gloria por Triana y La Macarena?
Todo ha entrado ya en la historia secular de la Semana Santa de Sevilla, llena de altibajos pero constante, como una herida de luz que siempre arde. Y un año, el de 1947, también dejó el recuerdo de una Semana Santa lejana, la que hizo escribir a alguien un best seller que hizo perdurar hasta nuestros días el único tacto posible de la nostalgia y la melancolía. “Cómo llora Sevilla” fue el título de aquella memoria impresionista de Ramón Cué, el famoso padre Cué, el cura mexicano al que un grupo de jovenzuelos universitarios supo enseñarle la Semana Santa. Y le ha salido, al cabo de tantos años, una especie de apéndice en otra obra debida a Julio Martínez Velasco, el último superviviente de aquellas andanzas hoy narradas en “La Semana Santa del Padre Cué”. Es un recorrido por el anecdotario de las vivencias que dio como resultado que el padre Cué quisiera contarlas.
No me viene nuevo el tema porque ya en 1981, cuando servidor dirigía la revista “Sevilla Nuestra”, me propuse averiguar con testimonios de primera mano los mitos y leyendas de nuestra Semana Santa: el pregón de Rodríguez Buzón, hablando con su viuda; la marcha “Amargura”, entrevistando a los hermanos de Manuel Font de Anta, Julio y José; y este caso del padre Cué, con Joaquín González Moreno, uno de los cinco estudiantes que acompañó al jesuita.
Por eso estaba enterado de que al padre Cué le bastó con aquella sola Semana Santa para escribir sus inolvidables y clásicas páginas. Después de 1947 no volvió a verla, no quiso volver a verla, por si otras sucesivas empañaban las sensaciones de la primera.
También me contó González Moreno, siendo ya conocido historiador y director del archivo de la Casa Ducal de Medinaceli, que la lectura inédita de cuanto había escrito el padre tuvo lugar en el mirador del cerro del Sagrado Corazón, en San Juan de Aznalfarache. Allí citó a sus cinco anfitriones. Los dejó admirados. Sólo hubo un pero: unos versos que le recomendaron suprimir, dedicados al Baratillo por el Arco del Postigo, cuyas expresiones estimaron que podían derivar en guasa de la buena de Sevilla.
El libro de Julio Martínez Velasco revela algo asombroso sobre el poema de Ramón Cué a La Amargura: que en 1947 y por culpa de la lluvia no salió, entre otras, la Hermandad de San Juan de la Palma. Lo que descubre que el mexicano se las valió meramente con lo que le contaron los universitarios sobre el encuentro -que nunca llegó a contemplar- entre la Virgen y las Hermanas de la Cruz en la puerta del convento.
Por último, como bien analiza Martínez Velasco, en el poema dedicado por Ramón Cué a los costaleros se halla el origen de la dignidad que esta tarea -por aquel entonces mal considerada- ha llegado a alcanzar. Ramón Cué humanizó a la vista de todos el mundo de las trabajaderas, del que se hablaba peyorativamente.
José María Fuertes
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