Esa sangre veloz de los artistas. «El momento de las advertencias»
No había hecho más que publicar las últimas líneas dedicadas al libro de Reyes Aguilar “El juego del hombre invisible”, cuando empezaron a llegarme correos interesándose por esta novela. Entre ellos destaco, sin embargo, uno que, puestos a destacar, se destaca él solito. Lo escribe una mujer joven. Y lleva entre sus palabras una mezcla bien trabada de angustia y esperanza.
Parece haber conocido varias veces, aunque sea de otra manera -a la suya propia-, el espacio viciado en el que vive Elvira, la protagonista de la narración. Con una vez, ya le hubiera bastado; pero varias, es como si te convirtieras de enamorada a químico para comprobar de nuevo que la fórmula falla. ¿Por qué no sale de un tirón el amor, no ya en el matrimonio, sino como mera pareja camino de un desenlace juntos definitivamente? Por eso: porque el amor no sale de un solo tirón, sino de muchos, como la propia vida. Nuestro nacimiento está lleno en su origen de auténticas premoniciones, de las que ahora mismo pienso en dos sobre todas: que a ver la luz nos van sacando poco a poco, con cuidado, con delicadeza, por partes y varias manos a la vez (si llega el caso, hasta con ayuda del fórceps); y que el corte del cordón umbilical pareciera ponernos cuanto antes las cosas claras sobre la de veces que nos espera conocer lo que es separarnos.
Como ya dije en otras páginas, la experiencia de grabar bodas no ha tenido desperdicio para mí. Porque de invitado no se perciben tantas cosas de las que tiene que percatarse el que hace el vídeo. De invitado vas a tu bola y, en ceremonias tan largas como esas, en liturgias tan densas, acabas distrayéndote con el vuelo de una mosca o formas parte del grupo que se ha quedado en un bar cercano hasta que salgan los novios.
Al tiempo de dedicarme a ser el del video, cuando ya me había metido en el cuerpo una buena cantidad de ocasiones rodando bodas, advertí dos datos interesantísimos que se repetían de un enlace a otro, como si siempre se casaran los mismos:
El primero de ellos es que por voluntad de los contrayentes se leía la Carta de San Pablo a los Corintios. Eso he llegado a verlo hasta en bodas civiles, aunque en ellas no digan al final que es Palabra de Dios. El segundo, que las homilías estaban llenas de advertencias. Y descubrí que los curas, a los que hemos llegado casi a acusar de que no estén casados cuando nos hablan del matrimonio, parecían haberlo estado. Así que mientras en una boda todos se dedicaban al lucimiento de los trajes, al regocijo y al disfrute de un día ciertamente feliz, el sacerdote mantenía la cabeza fría como si supiera ver el día después y la hora h de una unión gozosa, pero nada fácil. El sacerdote abordaba su predicación como si fuera el momento de las advertencias, como si desde el punto de partida indicara un largo camino en el que atender las señales imperativas para llegar sanos y salvos al final, sin accidentes. Y mucho menos sin siniestros totales. El cura, en medio de un ambiente de júbilo, parecía encargarse de aguar la fiesta. Como siempre, diríamos. Pero le había tocado el gran papel de procurar, con su inevitable sermón, justamente lo contrario: que no se agüe ni la fiesta… ni el matrimonio.
San Pablo escribió el más grande poema al AMOR (y lo escribo en mayúsculas, como mi lectora) que jamás se haya escrito. Y lo hizo con una coda para que no se nos cayera nunca de los brazos que abrazaran. Una coda sin límites para llevarlo hasta el último día en el que sólo la muerte nos separe: todo, todo, todo…
Querida amiga: no sé si deshago un nudo, pero sé que si para mí mismo lograra esto, a mí también dejaría de apretarme la garganta.
(*) José María Fuertes es cantautor y abogado
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