Esa sangre veloz de los artistas. » El día de la factura»
Ya llegó. Estaba cantado. Ha sido como si viniera el mismísimo cobrador del frac para los que se resistían a pagar lo que deben hasta con recargo por demora. Ha entrado a saco. O mejor: ha entrado por la mínima y forzada fisura que siempre deja al final la libertad; la estrecha ranura de las urnas. Desde luego que esta es una más de las lecturas entre todas las que se quieran hacer, las que se pueden hacer.
En cualquier caso, en un régimen de libertades -que muchas veces no lo ha sido- cada uno puede leer a su antojo. Por fortuna ya no van los libros a las hogueras. Ni las opiniones a la censura. Por más que quieran contarlo para perpetuarse como sea en el poder, Franco ya no está en el Pardo, de la guerra incivil hace ya los años que no tienen las nuevas generaciones y servidor con otros no es un facha cuando se rebela ante lo intolerable. Y eso es lo que ha pasado: que se acabó la tolerancia insufrible e insoportable de tragar mocos y abrir la boca para que nos entren los sapos de sus decisiones vejatorias.
Hoy es para ellos el día de la factura, pero también el más difícil de alguien que escribe procurando no herir y, desde luego, no molestar. Respetando, vamos. En ningunas elecciones votamos todos lo mismo, claro está; pero con un resultado u otro todos deberíamos terminar finalmente en el mismo lado del que triunfa. Por eso me sumo al espíritu de concordia del nuevo alcalde de Sevilla (esta vez Juan Ignacio Zoido, seguro, sin la burla de última hora de una lamentable ley electoral entre tantas lamentables leyes). Me apunto a su advertencia de que gobernará para todos los sevillanos, los que le votaron y los que no. Eso no es ser elegante, ni distinguido ni considerado. Eso es ser demócrata, por más que se haya perdido la noción de lo que ello significa. Me afilio sin carnet del PP ni de ningún partido a esa primera intención declarada. Suena al primer cambio de la vuelta a la tortilla que se le va a dar a muchas cosas que ya eran impresentables en democracia. Porque la tortilla, y la campera en concreto, era ya precisamente lo menos comprensible a estas alturas: la que se comían en tiempos de la dictadura unos jóvenes universitarios que soñaron entre árboles el aire limpio de la democracia española. ¡Qué de cábalas acerca de lo que iban a hacer con el poder, pero con el grave error de cálculo de no haberse temido lo que el poder iría a hacer con ellos!
No me gustan los ajustes de cuentas, pero en esta vida todo se paga más tarde o más temprano. Y la democracia de España, la joven democracia de España que ya madura, es un púgil al que por más que se le haya zumbado -y bien zumbado- de certeros golpes, en el último asalto, el del momento de votar, ha terminado imponiéndose al contrario y haciendo con las manos en alto y los dedos en v el signo de la victoria. No estoy seguro de que sea así, pero debería de haber empezado la hora de una democracia práctica, con cordura y sin religionarios, el momento de una democracia lista, racional y sin pasiones, la que debiera dejar de apostar invariablemente por el mismo número que, también invariablemente, nos hace perder. Es la hora de nosotros, del pueblo soberano, con agallas para mandar a paseo a quien nos defraude, por afín que nos sea al principio, o mantenerlo donde merezca. ¿Usted lo ha hecho bien? Pues se queda, renueva. ¿Usted lo ha hecho mal? Ya está usted en su casa antes de que acabe con la mía. Antes de que con nosotros acabe el IBI, la luz o el agua hasta por las nubes que la dejan caer gratis. Con la ITV. Con el IAE. Con el IRPF. Con el IVA… Con ese atracón de íes bien hinchadas como las barrigas que se han llenado en los mejores restaurantes.
Ha llegado la factura para quienes nos pasaron tantas y de qué manera y cuantía, con desmesurado afán recaudatorio para permitirse una alegre vida de langostinos, de caros ladrillos que si se resquebrajaban con el paso de dos peatones se cambiaban por otros, de calles que se levantaban las veces que hiciera falta a costa de hundir a centenares de pequeños comerciantes, de viajes injustificables bajo la apariencia de lo indispensable… Se cuenta y no se acaba. Es una lección que les da la democracia y que, con el viejo y cascado ayuntamiento, también debe haber aprendido el nuevo, para que enmiende la plana, para que no sigamos en los mismos padecimientos, para que con ilusiones tan caras y grandes como las de la democracia no se atreva a jugar nadie. Nadie digo. Recuerdo de sus orígenes los inmensos anuncios de dibujos de parques y ciudades llenos de colores intensos. Más que la publicidad de un partido, parecían invitaciones para acudir a la feliz inauguración de otra forma de vida mejor no conocida hasta entonces. Y todo para acabar poco a poco en el territorio gris al que ayer -parece al menos- empieza a darle un primer, débil aún, y esperanzado haz de luz.
(*)José María Fuertes es cantautor y abogado
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