EL PAPA SIN CONCILIO
Por Pepe Fuertes
Este Papa ya sabe todo el mundo que no es cualquier Papa. Este Papa no va a entrar un día en la Historia dejando escrito uno de esos periodos sin pena ni gloria de la Iglesia Católica. Este Papa no es de transición, sino de huellas. No está de paso, sino para quedarse en el cariño agradecido de los desheredados, de los no bien vistos que ahora son mirados con inmenso respeto por el argentino.
Es el Papa de la intensidad, no de las suavidades diplomáticas. No quiere gustar a todo el mundo, sino a Dios. Y menos se siente sometido a la aprobación de los de siempre, los inmovilistas, los conservadores, los sepulcros blanqueados, los tibios, el Opus, los Catecúmenos, o las catequistas de primera comunión como la que yo me sé de un colegio religioso de Sevilla… Los de siempre, los que te arrancarían el corazón para llevárselo a la mesa de operaciones, los que te juzgan con presunción de arritmia, con lo fácil que es escuchar los latidos que te marca un Creador del que estamos hechos a su imagen y semejanza. ¡Ay, los de siempre! Los que te califican de frustrado o en falsas liberaciones en cuanto te resistes al redil, en cuanto hablas de haber descubierto un ancho campo cuyos límites se pierden por el lejano horizonte de la libertad, en cuanto aseguras haber logrado una felicidad que no pasa obligatoriamente por el control de calidad de ellos. ¿Cómo? ¿Qué es feliz sin esto? Imposible, se dicen. Pero lo soy, ya lo creo que lo soy.
Cada vez que habla Francisco, toda esta gente mira para otra parte. Con ellos no va la consideración humana que tiene a los homosexuales, ni su tristeza por el cobro de las bodas en los templos, tampoco el saber que se queja del caché de los predicadores, dolerse por sacerdotes con coches de alta gama, o permitir la comunión a los divorciados que vuelven a casarse por lo civil. Pero los de siempre incluso se querellarían por leerme aquí, tomándome por agresor, en vez de poner la otra mejilla, que es lo que se supone tienen como ejemplo en el Evangelio, ellos que presumen de ser tan ejemplares.
Este Papa está haciendo el sábado para el hombre, no el hombre para el sábado. Y acaba de contradecir la doctrina tradicional que prohíbe la comunión a los divorciados que hayan vuelto a contraer un matrimonio civil sin obtener la nulidad eclesiástica. La burda y bestial doctrina que establece para esos cónyuges una convivencia sin relaciones sexuales. La salvaje doctrina que en ese caso los considera en pecado, como si a estas alturas creyéramos que anda en manos de ninguna autoridad de la Iglesia detentar cuándo lo estamos.
Francisco está abriendo de par en par los viejos ventanales del Vaticano, para dejar que corra con ímpetu el viento del espíritu. Los católicos más recalcitrantes se rebelan buscando atenuar su impacto, con el argumento de que proclama no más que lo que ya existía. Puede. Pero se está encargando de que lo que ya existía nadie consiga disimularlo. Se está encargando con decisión y valentía de que el amor de Dios sea eso: el amor de Dios.
Aclaro que a mí personalmente, lo que digan el Papa o la Iglesia no me afecta, no influye en mi vida, no la decide. Hubo un tiempo en que sí. Mucho. Pero ya no vivo allí, afortunadamente. Sin embargo, es el domicilio espiritual elegido por quienes están en su pleno derecho de hacerlo. Y por eso no ignoro el bien que Francisco está haciendo a tantas gentes que, antes de su llegada, han padecido sentirse atenazadas en sus conciencias, apesadumbradas con más cantidad de condenas que de misericordia, y más puertas cerradas que brazos de acogidas. Gente que aunque desea regir su conducta según las directrices de la Iglesia oficial, han sentido una tranquilidad de conciencia que emana de un Pontífice tajante con una apertura jamás conocida.
Este Papa habla todos los días como si culminara un Concilio. Lo que antes requería de la puesta en común de un montón de obispos arrogantes, más cerca de la vanidad que de la sencillez (de otro modo jamás se hubieran permitido esos ropajes o sus séquitos), ahora es suficiente con que en Roma solo un buen hombre se levante cada mañana y, hablando de la manera más sencilla a quienes le rodean, pronuncia al aire tranquilo de una conversación espontánea, las claras palabras que antes necesitaban de una dilatada y oscura encíclica, con muchos meses por delante para interpretarla.
A Francisco se le entiende todo, por más que los de siempre no quieran entender nada. Puede que haya convocado un Sínodo en octubre. Pero él ya se ha definido. Y resulta indiscutible que ha llegado la hora en la que por fin un Papa, hablando como esta última semana de comuniones, llama al pan, pan; y al vino, vino.
Pepe Fuertes
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