Los que se alteran
Ha llegado a escribir Pilar Fuertes, mi hermana, que le gustan los que se alteran. A mí también. A mí la serenidad, tal como está el mundo, me parece ya cómplice y sospechosa. No creo que sea una virtud, sino una forma gravísima y egoísta de encubrimiento. Para los amantes de seguir aún usando la palabra pecado, es uno de los más grandes de omisión. Y no lo cometieron ni el Bautista en el desierto (que llamó a Salomé lo que le pareció y le costó la cabeza), ni Cristo ante el repugnante negocio en que habían convertido el templo, su casa de oración.
No me fío de los equilibrados y me dan náuseas los que nunca se crispan. Me parecen inhumanos. Los quiero cuanto más lejos mejor. Detesto ese ambiente.
No aguanto a los estáticos cuya única ocurrencia es recomendarte tranquilidad. ¡Qué pesados!
-Tranquilo, tranquilo…
¡Coño con tranquilo! Se les va a caer el mundo a trozos con parados, indigentes, políticos ladrones, jueces injustos, cristianos pasivos, muertos de hambre, suicidas por desahucios, terremotos en Nepal, catástrofes mundiales… y siempre con ellos la puta tranquilidad.
Jamás serán el motor del mundo, de la vida ni de nada. Lo mejor que sabrán mover es una mecedora con sus nervios de madera. Y lo peor es que cuando ese mismo mundo los llama para que gocen por otros tantos miles de motivos maravillosos, tampoco saben levantarse de un monótono balanceo. Tampoco lo bueno los altera. ¡Qué gente!
Pepe Fuertes
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