POR MI CUENTA: LA TENTACIÓN VIVE ABAJO
Los días estaban ya contados. Las vacaciones, a la vuelta de la esquina. Teníamos esa edad en la que aún hay más una vida por delante que por detrás. Y en el colegio las mañanas y las tardes de aquellas cuaresmas iban tocando a su fin. Yo había conseguido -a ver qué remedio- llegar a esas fechas resignado a soportar unas clases en las que ya no me enteraba de nada. Yo no entendía cómo podían coincidir aquellas clases con la llegada de la primavera.
Había perdido todas las batallas con la paciencia y con mis nervios. Y empezaba a habitar, para toda la vida, en un estado anímico ajeno a lo corriente, envidiando la calma de los demás, e incapaz de asumir en Sevilla un destino diferente al del encantamiento. Como el que sufría las consecuencias y las fiebres de un adicto privado de su dependencia, harto de aquellos profesores que no hacían más que cumplir con lo suyo, pero que me parecían exiliados del aire y su perfume, salía a la calle deseando emborracharme con el afrodisíaco del azahar y traicionando cualquier propósito de continencia después de ver la ropa más corta de las muchachas. ¡Qué época de torturas entre actos puros e impuros! ¡Qué martirio entre dos mundos que nunca me dejaban reconciliar! Arriba, en el paso, un crucificado. Y abajo mismo, sin ir más lejos de los respiraderos, una hembra joven y bellísima estrenando su vestido escueto de calores nuevas. Ella, ceñida a un estampado de dalias rojas, muy tranquila con su conciencia de flores expandidas. Yo, turbado entre la gloria y el infierno, entre un calvario arriba, y la tentación que, en Sevilla, vive abajo. Tardé muchos años en liberarme de absurdos pecados y comprender que los árboles no piden perdón por su savia.
Pepe Fuertes
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