YA NO REZO COMO ANTES
Desde que soy padre, ya no rezo como antes.
No me cabe duda, al menos en mi caso, de que un hombre empieza a realizar lo mejor de su vida a partir de los cincuenta años; y tampoco de que es en ese tiempo cuando conquista él solo parte de sus mejores ideas, precisamente porque por fin son suyas, sin que nadie se las preste y mucho menos se las impongan.
Durante más tiempo del que hubiera sido lícito y tolerable, todo estuvo previsto para guiar mi conducta -en realidad la de varias generaciones-, lo que debía de hacer y lo que no. La Iglesia Católica, de la época franquista sobre todo, no sólo se encargó de suministrarme sus doctrinas y mandamientos, sino de obligarme a seguirlos y hasta de recriminarme si no los cumplía. Me hablaron de pecados hasta la saciedad, que fue lo mismo que hablarme de miedos: miedo a Dios por todas partes, miedo como emboscadas tendidas para condenarme.
Pero todo pasó. Pude y supe escaparme de tantos temores. Afortunadamente ya no me siento obligado a ir a misa los domingos, tampoco creo que la comunión sea un alimento que me sostenga espiritualmente, y mucho menos me arrodillo ya ante un confesionario. Tengo un largo etcétera de liberaciones que me han hecho mucho más feliz que entre aquellos barrotes y, por supuesto, tampoco rezo como antes. Al ser padre todo empezó a cambiar en mi forma de hablar con Dios.
Me fui percatando de las pocas cosas que necesitaban pedirme mis hijas, sencillamente porque yo ya estaba pendiente de dárselas. Caí en la cuenta de que si a mí, un simple mortal, Marta y María no se me iban nunca de la cabeza, ¡cuánto más a Dios no debía olvidársele cada ser humano! Y desterré por eso una educación en fórmulas que hasta entonces me habían dirigido a Dios rogando y suplicando incesantemente. Mis hijas no tienen ni que rogarme ni que suplicarme. Si tuvieran que hacerlo, estaría claro que mi amor por ellas no sería tan grande como yo lo siento y ellas lo conocen. Lo viven con absoluta seguridad, sin ninguna duda sobre mí.
Lo del ruego y la súplica es un argot muy de la Iglesia, de sus liturgias, hasta las de última hora, en los entierros. Me exasperan. Porque un Dios al que hay que pedirle tanta clemencia y repetirle una y otra vez lo que deseamos, seguro que no es Dios; y mucho menos es Padre. Ese Dios, para ellos, entero, para quienes sean capaces de concebirlo, a lo mejor porque como padres también se ven así. No quiero ni una mínima parte de ese tinglado. Una cultura religiosa que lo ha aprisionado en ganar indulgencias, años de de jubileos, visitar santos un día de la semana o dar limosnas con las que hacer rentable nuestra caridad, es una cultura religiosa que no me interesa nada y me parece constituir un buen puñado de mentiras sobre Dios, tan grandes como muchas catedrales erigidas en su nombre.
Me he fugado de todas esas cárceles en cuyas celdas apenas entra un mínimo rayo de sol que me caliente. Rezo ya poco, muy poco. Casi nada. Y detesto requilorios como el de “Señor, escucha y ten piedad”. ¿Ten piedad? ¡Qué vergüenza de religión!
Rezo ya en proporción inversa a lo que creo en el amor de Dios. O sea, que apenas rezo, prácticamente sólo para dar gracias por tantas cosas. Vivo en la más absoluta tranquilidad de que el amor de verdad siempre está pendiente de quien ama. Lo he comprobado queriendo inmensamente a mis hijas. Y mi corazón jamás concebiría la idea de ponerles en las manos un rosario de cuentas para escucharles, una y otra vez, lo que necesitan. Por eso ellas ni me suplican ni me ruegan, ni ahora ni en la hora de nuestra muerte. Amén.
José María Fuertes
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