CUANDO TÚ NO ESTÉS ,MI PRIMER ALMUERZO CON RAPHAEL
Queridos amigos, en España y en los países de toda la inmensa órbita raphaelista, eso que yo llamo -y al artista le complace y hace sonreír- los Estados Unidos de Raphael:
Ya sé que aseguré una crónica inmediata. Pero me ha sido imposible cumplir. Y es que no he parado (yo que de por sí no paro nunca) desde que el miércoles a las dos de la tarde Raphael llegó a Sevilla y lo primero que quiso hacer fue irse al almorzar conmigo. Muchos pretenden desde entonces que yo cuente la experiencia de esa comida, por espacio de dos horas, a solas con el artista que más he admirado en toda mi vida. Es realmente difícil contarlo. ¿Cómo podría hacerlo si me rompe la emoción de su inmensa generosidad para conmigo, su afecto, su cariño, su amistad? Eso: me rompe y conmueve haber acabado -o empezado, según se mire- siendo amigos. ¿Podríais imaginar cuánto me emociono al recordar que antes de empezar esa comida, y como la cosa más natural del mundo, siendo tan extraordinaria, mi hija Marta acudió a darle un beso y su bienvenida a Sevilla antes de irse al colegio?, ¿y el esfuerzo que he tenido que hacer estos días sujetando mis lágrimas cuando veía a miles de personas ovacionándolo en una auténtica apoteosis, mientras yo recordaba que en cuanto se instaló en su hotel se fue solo conmigo a invitarme a un conocidísimo restaurante de la ciudad?
Todo esto es muy mío, amigos. Que conste. Y ha faltado muy poco para decidir no publicarlo. Muy poco. Porque corro el peligro de que los imbéciles de siempre piensen que también yo lo soy. Si no fuera porque sé que medio mundo raphaelista y parte del otro está esperando estas líneas, si no fuera porque soy noble para corresponder con tanto cariño como recibo desde Argentina, Perú, Chile, Colombia, Uruguay… toda la América Latina, Rusia… si no fuera por eso, ahora mismo esto no se estaría leyendo. Lo juro.
Soy consciente de que en esto de Raphael, y hasta donde yo llego, estoy condenado a la incomprensión de mucha gente, de la misma manera que también muchos otros, millones de sus admiradores por los cinco continentes, me entienden perfectamente. Pero los incomprensivos deberían pensar que yo respeto a aquellos que se dejan su tiempo y sus ganas en seguir desde niños a su equipo de fútbol; incluso sus disgustos y malhumores cuando pierde o no remonta la Liga o baja a la Segunda División. Si les vale como ejemplo, aunque no sea eso exactamente, Raphael es mi equipo de fútbol, representa mis colores, es mi mayor afición, y desde hace años y años sigo su goleada y victoria continua de un Mundial a otro. Raphael es el mejor delantero que jamás haya habido.
No me incluyo entre la clase de gente que creen merecérselo todo por su bella cara, la que por otra parte no tengo. Por eso me siento agradecido inmensamente a la vida cada vez que a través de maravillosos seres humanos me hace estos regalos, tan bonitamente envueltos y tan emocionantes de desenvolver. Así que le dije a Raphael, ya sentados en nuestra mesa:
-Querido amigo: imaginé que iba a echarme a llorar delante tuya, pero me estoy controlando. Entiende que yo ahora mismo no traigo a cuestas cincuenta y siete años ni vengo de mi trabajo.
-¿Ah, no?, ¿entonces?
-No, Raphael. Camino de encontrarme con mi ídolo en persona, he venido desde mi habitación de niño cerrada a cal y canto con mis sueños de cantante, cuando descubrí contigo lo importante que puede llegar a ser un artista; y sólo soy un chaval de diez u once años con sus ojos llenos de asombro por los cientos de fotografías de un hombre que sale en las revistas por lugares y teatros que, antes que él, jamás había conquistado un artista español: París y el Olympia, New York y el Madison Square Garden, el Carnegie Hall al que sólo había alcanzado la Ópera, Las Vegas que veía las actuaciones de Elvis o Sinatra, el London Palladium, la Unión Soviética, El Patio de México…
Pero hablemos de ti, hablemos de Raphael, una vez más… Cumples con tu promesa, hecha en tu último concierto en Fibes, de cantar en nuestra ciudad todos los años. Cumples con creces, porque vas a estar de nuevo en el auditorio del Palacio de Exposiciones y Congresos ¡tres noches!, las del 23, 24 y 25. Y la semana pasada has marcado tu último hito -en una carrera de tantos- en Málaga: ¡5 conciertos con las localidades agotadas! Es tu gira internacional DE AMOR & DESAMOR.
Raphael y yo comemos solos. Es su deseo. Un encuentro sin testigos, una reunión entre dos amigos desgranando anécdotas y recuerdos de una vida que, aunque lo parezca por el título de mi próximo libro, yo no voy a contar. La vida de Raphael es suya. ¿Quién soy yo para saberla sin equívocos, al miímetro, sino un seguidor más entre millones, que ha recibido sus datos por los meros reflejos de incontables recortes de prensa o algunos libros -incluyendo sus memorias-, incapaces ya de abarcarlo a lo largo y ancho de tanta intensidad personal y artística? Raphael no cabe ya entero en ninguna parte. En realidad, contando su vida, más bien voy a contar la mía, la que lleva tantas veces un nervio que tiene su nombre. Carlos Herrera lo dijo muy bien y muy rápido una vez: “Raphael es parte del sonido de la vida”. Yo no voy a contar la vida de Raphael, yo no puedo, porque además… ¡qué sabe nadie! Yo no voy a hacer un libro de datos, de fechas, porque ya los hay y muy buenos; lo que yo voy a hacer es sentirme como uno más de su público y comportarme entre miles de personas de la manera más natural en la que siempre nos ha puesto Raphael: en pie, rendidos a su entrega total y a su arte, viendo que se deja el alma entera en cada concierto y que, por un extraño prodigio de ave fénix, vuelve a hacerse con ella cada vez que se levanta el telón. Como alguien dijo, quiero escribir vuestros aplausos. Y aquel elogio tan bonito desde el sitio web Viva Raphael, en Moscú, y para el que he sido nombrado corresponsal de honor, una distinción que sólo tenía hasta ahora el propio artista: “Raphael y José María Fuertes son el anillo y el dedo, uno cantando y el otro contándolo”.
Ocupamos una mesa reducida, justa en tamaño, preparada para lo estrictamente necesario, sin distancias opulentas, donde no hubieran cabido a gusto ni unas flores. Hasta los pósters de mi cuarto más juvenil quedan ahora en la pared más lejos, mucho más lejos, de lo que tengo a Raphael delante mientras como con él. Una pequeña mesa para montones de años, de recuerdos y de futuro, porque si hay algo con Raphael es futuro. Nuestra conversación llega a ser tan sincera y audaz, que ni siquiera hay cámaras. No hacen falta para recordar un día nada. Todo, poco a poco, frase a frase, va encontrando su lugar inolvidable.
-Ya nos haremos fotos y nos grabaremos en la próxima comida, no va a ser la última -me dice el cantante.
La larga y hermosa escena se va a quedar en el espacio íntimo de nuestro mutuo afecto. Y yo no me ando con rodeos estando ante Raphael; me hace sentir comodísimo en la palabra amigo, con la que me trata, y me llama Pepe, como los míos, y noto que mi naturalidad y espontaneidad para mantener nuestro diálogo se está quedando perfectamente amparada por la extraordinaria humanidad y sensibilidad de un artista gigantesco como él, que me está brindando una confianza que delata su tranquilidad conmigo. Y me arranco:
-Tú sabes que yo no me dedico al “Sálvame!”. Yo sólo formo parte de la gente que queremos tu felicidad en esta etapa extraordinaria por la que estás pasando.
Me habla de no saber cuándo será el final, del día en que habrá de tomarse eso que él llama unas largas vacaciones. Lo escucho, pero en esas palabras no le atiendo a los ojos. Le desvío hacia abajo los míos. Y con urgencia busco refugiar mi mirada por el primer lugar del mantel donde puedan guarecerse mis temores. No le contesto nada. Nada. Pero los dos sabemos perfectamente, por duro que sea, cómo es la escritura de la vida humana, con principio y con final, con un último adiós. Y muy lorquiano, y muy andaluz, yo disimulo ante Raphael “que no quiero verla”, como si no supiera que más tarde o más temprano, todos nos vamos. No somos más que préstamos de Dios para que un tiempo, lo que dure esto de vivir, nos queramos los unos a los otros. Y el de Raphael acabará por volver a las manos de su Dueño, el Gran Prestamista, Aquel que tanto lo ama, el que lleva sonriéndole años y años desde que lo escucha tocando el tambor.
“Que no quiero verla”, andaluz Raphael. Que yo sé que cuando tú no estés, ya no será lo mismo.
Cuando tú no estés, el mundo del espectáculo, del que con tanto éxito has formado parte, a duras penas tratará de salir adelante para llenar miles de butacas y colocar el cartel de que todas las localidades están agotadas.
Vendrán otros cantantes -a decir verdad ya están viniendo- pretendiendo sustituir a quien es insustituible. Intentarán ocupar el primer puesto, erigirse en el centro de atención, aparecer en las portadas de las revistas, anunciarse como actuaciones estelares de la televisión, ser protagonistas de los comentarios, objeto de los rumores, sujetos de las críticas, causantes de las polémicas… Pero no será lo mismo. Será otra cosa, pero ya no será Raphael.
Cuando tú no estés se habrá terminado una forma única e irrepetible de cantar e interpretar, una manera segura y decidida de salir al escenario, pisando fuerte, sin miedo hasta la primera línea, en busca de la infalible adoración del público que te aguarda siempre en pie al otro lado de los focos, cuando dejas tras de ti las candilejas. ¡La de cosas que empezaron contigo y también contigo se acabarán! Más le vale a quien tramara la idea de aprovechar tu ida para convertirse en un patético imitador.
El tuyo será un vacío hondo e implacable con el que tendrá que conformarse a ser esto de la música; un sabor amargo a tragar por la fuerza; un enorme pedazo de cielo descolgado y sin estrellas al que acostumbrarnos a mirar incompleto, como nos tuvimos que acostumbrar al quedarnos sin Manolo Caracol, al quedarnos sin Juana Reina, al quedarnos sin Rocío Jurado, sin la Dúrcal, o al quedarnos sin aquella extraterrestre que se llamó Lola Flores.
Cuando tú no estés los públicos dejarán de ponerse sus mejores galas para la noche del debut. Y los camerinos de los teatros de todo el mundo que te ha visto habitarlos, perderán el aire sagrado que tú les dabas al encomendarte a esa figurita de Jesús de Medinaceli.
Cuando tú no estés dejará de contarse que un artista se metía en el teatro tres horas antes de dar comienzo la función, solo, en el patio de butacas, oliendo el aroma antiguo de las viejas tablas, haciéndose palmo a palmo con las dimensiones del lugar donde oficiar momentos después una auténtica ceremonia de pasiones y delirios, de una religión que sólo tú lideras, con millones de convertidos al todopoderoso Raphael, creador de todo lo visible y lo invisible de un estilo único.
Cuando tú no estés pasará a la historia un modo de abrirse camino en la canción, pueblo a pueblo, plaza a plaza, sin saberse qué era eso del marketing, haciendo bolos en tournées del hambre, sin comer: de la única manera que se podía cantar si, mientras, en tu casa, los tuyos, tu familia, dormían todos juntos en una sola habitación y querías sacarlos de estrecheces. Y con la valentía que da la rabia de haberte encontrado a tu madre con todos los enseres de su humilde vivienda en el rellano de la escalera por culpa de un desahucio.
Los muchachos que hoy sueñan con lo mismo que tú soñaste, no tienen que salir de casas donde falte lo más básico, no tienen que enrolarse a una caravana que se llame “Noche de ronda”, pasando mil fatigas por culpa de los gastos que no se cubren.
Habrás sido, como dijo Umbral, el último artista hecho a mano que nos quedaba. Y ya nadie más saldrá a saludar como tú, a arrodillarse como tú, a lamentarse en carne viva como tú, a reírse como tú. Nadie se moverá como Raphael. Nadie abrirá los brazos como tú. Nadie como tú se echará la chaqueta al hombro. Y será difícil, muy difícil, que las gentes reciban en pie a otro cantante pareciendo por el estruendo de los aplausos que el concierto ha terminado, cuando lo que realmente ocurre es que acaba de empezar.
Cuando tú no estés los públicos serán menos exigentes -todavía menos de lo que ya lo son-, y a muchos les vendrá de perlas tu marcha para situarse en un mínimo sitio que hubiera sido inconcebible en el tiempo sublime de tu ejemplo.
Y cuando el espectáculo deba continuar sabiendo que la aparición de Raphael será ya imposible, un sentimiento de orfandad y de pérdida infinita invadirá la escena internacional. Habrán sido muchos años, demasiados para cualquiera que no hayas sido tú, de un lado a otro del mundo cosechando éxitos, como para ignorar tranquilamente que falta alguien que fue omnipresente. Tus “largas vacaciones” causarán esa extraña sensación que dejan las desapariciones de aquellos que fueron, que sois, la misma esencia de lo que hacéis. Esa extraña sensación del día que se fue la Piaf, el día que se fue Chevalier, el que se fue Gardel, el día que se fue Sinatra, Elvis, Lennon o Harrison… Habrá que aferrarse entonces a tus discos, a tus películas, como si invocáramos desde la oscuridad de tu ausencia el regreso de un más allá en la época dorada del arte en el que lo fuiste todo. ¡Todo!
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