HASTA EL 13 DE ABRIL DE 2014
Durante años, este del Sábado Santo fue un día difícil para mí. Me viene de lejos lo de no entender muy bien al mundo, haber nacido con una sensibilidad que choca constantemente contra interrogantes que no congenian con ella. Y encontraba en la Semana Santa un albergue de tiempo a mi medida, un acompasado ritmo de luces y de brisas ajustadas a los latidos de mi corazón. Así que, cuando la Semana Santa se acababa, me invadía una tristeza bien trabada de temores hacia la realidad, como si sacaran al pez del agua.
La Semana Santa no era la vida: era la Gloria. Al cabo de muchos pregones de aquellos tiempos de adolescencia, se daría cuenta de esto Carlos Herrera. Ya ven, uno de las Cuevas del Almanzora. ¡Qué cosas!
Pero los sevillanos, mis semejantes, me dejaban admirado con su capacidad para pasar rápidamente desde las sillas a los tendidos, desde el último paso a la primera corrida. Y aún más asombroso: de tener los pensamientos en los lugares fascinantes de las devociones, a tenerlos que ocupar nuevamente en montones de obligaciones.
Yo me esforzaba mirando cómo los demás volvían a estudiar en el colegio con toda naturalidad, como si no hubiera pasado nada. Pero había pasado, ya lo creo que había pasado. Y la nostalgia de la Semana Santa me impedía correr igual que ellos, me quedaba atrás, como en esos sueños en los que huyes de algo y, sin embargo, sientes paralizadas las piernas.
Yo aún no lo sabía, pero es que era artista. Una desgracia como otra cualquiera. Una naturaleza a asumir como cuando el homosexual percibe su diferencia y sale del armario. Una tara de creativo insufrible para atravesar una vida que parece estar llena de notarios. Sólo intuía entonces que quería ser cantante. Casi nada: ¡Una voz más para predicar en el desierto!
La Semana Santa parecía cubrirme con uno de esos velos de tul que protegen la cuna de un recién nacido, para que ni las moscas agredan la paz de su descanso. La Semana Santa me aislaba y guarecía del resto de un año que en ninguna otra fecha alcanzaba lo sublime, hasta la altura blanca y perfumada de los naranjos en flor. La Semana Santa era el mejor escudo con el que defenderme de lo ordinario de cientos de días, expulsado de un paisaje de cera caliente en los suelos, de miradas anónimas a través de los antifaces, de ráfagas de viento misterioso que hacían temblar el empeño ardiente de las llamas de los cirios. Más que nunca, envuelto en el aire más especial de una ciudad única en el mundo, era consciente de que el origen del ser humano es fetal. Y de que cada noche, al acostarnos, nos buscamos a nosotros mismos en esa posición de seguridad que hubo antes de este reto diario que es vivir.
Varias décadas necesité, no crean, para amoldarme al cambio repentino que trae esta madrugada que me deja abandonado de cornetas y tambores, de esquinas mágicas por las que asoma un palio, de revueltas callejeras por las que no se pasa más que en Semana Santa, de caras amigas que parecieran no habitar la ciudad hasta que vuelva otro Domingo de Ramos para saludarlas. ¡Dios mío, qué estremecedora es Sevilla! Demasiado para volver el lunes a una oficina.
Vuelven a cortarme el cordón umbilical con la patria madre del embrujo de la Semana Santa. ¿Qué será ahora de mí, tantos días, desde el sudario de la Soledad recogiéndose en San Lorenzo, hasta el palio de La Paz cuando venga por el Parque?
José María Fuertes
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