HASTA SIEMPRE, ADELITA DOMINGO
Adelita Domingo era grande, no mayor. Como su espíritu en la vida. No tenía nada que ocultar: ni su tiempo de más de ochenta años, que siempre nos parecerá corto y de paso por los días y las horas del arte y de Sevilla, ni esa forma de mirar que ganaba la partida a la piel vencida, cuando se es brillo, pasión por cada hora y un instante eterno siempre que se da un abrazo o un beso.
Era ya historia mientras la historia aún sucedía. Historia de una ciudad larga y ancha de siglos, donde hubo de caber su nombre de oro andaluz. Se le evocará con el perfil legendario de esta última época, cuando su mirada logró todos los reflejos más bellos al alcance de un ser humano extraordinariamente original e irrepetible; y cuando el aire explicó muchas veces su caricia de poniente con la letanía musical que fue su magisterio, en ese momento en el que la brisa de Sevilla era pura tonadilla de sus manos, y ella misma se había convertido en un hermoso cante de ida y vuelta.
Era tan vital y de pura energía, que hasta su propio nombre de chiquilla siguió en pie en el diminutivo cariñoso con el que empezó a ver la luz en esta ciudad donde, como dice el poeta Maldonado, la luz merece la pena verse.
La vida le dio Sevilla y Sevilla su vida: la de sus recónditas luces, la de sus húmedas sombras, los aromas sensuales, los enigmas que revelar, los misterios por resolver, los secretos que murmurar o sus mujeres convertidas en historias de amor interminable. La tierra la citó en buen sitio y allá salió ella a su encuentro. ¿Quién, en su caso, no hubiera hecho lo mismo: a pisar desde niña arrayanes, conocer cómo suena el agua lánguida de las fuentes, o hacer, por el Museo, los mismos caminos que Juan Miguel antes de largarse La Triniá?
Hoy, con su muerte, la copla se apetece a los labios como el largo y apurado sorbo de un aroma incomparable en la copa agridulce de la vida. Hasta siempre, maestra de artistas y de la amistad.
José María Fuertes
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