¡QUE LLAMEN A RAMÓN VILA!
¿Recuerdan la agonía del gran Paquirri, dándose cuenta durante el tercermundista viaje de Pozoblanco a Córdoba que se le iba la vida, y que cuando fue consciente de que nadie se aclaraba con aquello, pronunció la famosa frase “¡Que llamen a Ramón Vila!”, el cirujano jefe de La Maestranza? ¿Se acuerdan? Pues entonces allá voy. ¡Ah! Una aclaración antes de meterme en faena: dejo para otros el insulso optimismo de los contemplativos, el optimismo de sofá de aquellos que siempre se creen que las cosas se arreglan solas, sin acciones ni determinaciones humanas, sin voluntad; aquellos de “ya vendrán tiempos mejores”. Sí, claro. Vendrán si nos los trabajamos. Aquellos de “Dios está arriba”. Naturalmente que está arriba. Y nosotros abajo. No pidamos a Dios los milagros que podemos hacer nosotros mismos. Me están repateando ya mucho los optimistas lánguidos y suaves que no mueven un dedo.
Vivimos diariamente en la inseguridad peligrosa de la desconfianza. Es lo único que alcanza ya a transmitirnos la clase política. Les escuchamos con la mosca detrás de la oreja. Es una política sin valentía para la verdad, incapaz de llamar a las cosas por su nombre. Las palabras llegan no ya con maquillaje de buen cine, sino desde el tocador barato de la señorita Pepis. Y a veces salen del taller de chapa y pintura. Es la política hecha con magia Borrás, que te enseña una mano haciendo aspavientos para que distraigas la vista de la otra que realmente está maquinando el truco. El truco de un niño encima, claro; esto no es David Copperfield.
Mariano Rajoy es un gran incomunicador en la era de las comunicaciones, que va a permitirse no dar explicaciones del rescate bancario hasta dentro de un mes, cuando dice que tendrá cerrados todos los flecos del tejido. Ni que trabajara haciendo mantones en Villamanrique. Mientras tanto, por delante, hablará su enviado especial Guindos, mientras sabemos que Rajoy está intranquilo con lo que ha hecho.
El Partido Popular sigue avanzando por los meses de su gobierno sin la conciencia de un nuevo estilo con el que hacer la política, sin estimar necesario, muy necesario, un clima nuevo que sanee con aire puro un ambiente democrático contaminado por el hedor socialista. Tenía que haber sido rompedor, eso que llamamos “aquí estoy yo”, sin los vicios enquistados con el PSOE, cargado de ilusión a pesar de las dificultades, contagiando energías. Pero esto es más de lo mismo y el mismo perro con distinto collar. Ordeno y mando, soy implacable, no escucho. No escucho… salvo a la Merkel.
El rescate bancario, al que no quieren llamar así aunque lo sea, es una trola más en la que la canciller alemana está pidiendo celeridad y claridad de ideas.
España va por una mala carretera desde Pozoblanco a Córdoba, con un torniquete puesto que intenta apretar la vena safena por la que se desangra a borbotones. Nadie sabe cómo sujetarle la vida. Un candidato embustero a presidente del Gobierno ha terminado siendo el director de una sucursal. El avispado toro de Alemania le ha metido el cornalón hasta los tuétanos de la soberanía. En el desconcierto del pavor, no hay quien atine a cortar la abundante hemorragia. Y un ser tan estúpido como Rajoy, capaz de seguridades sin más suelo firme que su arrogancia y la de quienes le rodean, empieza a escuchar -sin querer oirla- la voz desesperada de un país moribundo al que ya no le cabe ninguna duda sobre la incompetencia de quienes lo llevan en la camilla de una ambulancia: “¡Que llamen a Ramón Vila!”.
José María Fuertes
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