EL SEÑORÍO DE TOMÁS TERRY
Anoche me he encontrado en Jerez con Tomás Terry. Ese encuentro es como un clásico, Jerez y Terry, como si la vida no pudiera ofrecerte mejor lugar para saborear la copa de su amistad, la que vengo paladeando hace ya muchos años. Nos presentó Jaime Molina, el director general de ANCCE, cuando estaba a punto de celebrarse el Salón Internacional del Caballo de… 1993. Anoche salió Jaime en la conversación, claro, siempre su recuerdo, como el de Silvia Peris, que con Jaime son los dos grandes amigos en común que tenemos Tomás y yo.
Pero este gran personaje es, sobre todo, un clásico de los medios de comunicación y de la prensa del corazón más prestigiosa (porque la prensa del corazón puede ser prestigiosa, por más que el prestigio y el buen hacer se tengan a veces por imposibles para ese género que también es periodístico, y que existe mucho antes de que algunos lo triturasen hasta convertirlo en basura).
Tomás Terry lleva toda su vida en esto. Vamos si llevará que Julio Iglesias y la Preysler se conocieron gracias a él. Si yo pudiera, si estuviera en mi mano, aun sabiendo que se trata de un hombre prudentísimo y con la discreción propia de los que originan la noticia, pero no se suman a protagonizarla, si yo pudiera digo, obligaría moralmente a Tomás a que dejara escrito el legado de un manual de buen estilo, de elegancia, de caballerosidad, de relaciones públicas nato. Uno de esos libros, tan escasos, de reglas de urbanidad, que rima con humildad en el caso de Tomás Terry. Tan escasos como abundante se ha hecho la falta de educación en todas partes, incluso donde siempre se presumió que la hubo. La de gente que hay ya, la de supuestas buenas familias, que no saben estar, que han abandonado las formas de la exquisitez invadidas fácilmente por las de la vulgaridad. Todo se pega; y lo malo, más rápidamente.
Pero Tomás Terry, a punto de quedarse en un islote, lejos de sumergirse con los que creen tener categoría y no la conocen ni por el forro por más que ganen dinero, es todo un señor en los tiempos de pocos señores… y pocas señoras. En esta vida están los que han llegado a las pelas, pero siéndoles imposible comprar clase. También los que poseen ambas cosas. Y asimismo los que no pierden su refinado sello personal por más que se arruinen.
Entre otras anécdotas, tengo con Tomás Terry una de oro de buenos quilates. En los años de más actividad para mí como cantante, un día me llama Tomás y me dice, en vísperas de un SICAB:
-Mira, Pepe. Mañana llegan a las séis de la tarde Bo Derek y Daryl Hannah. Te lo digo por si quieres acompañarme al aeropuerto para recogerlas. Sí te advierto que es completamente en secreto, sin periodistas, porque ni siquiera vienen maquilladas ni preparadas para afrontar las fotos.
Yo podía ser el hombre más discreto del mundo, pero como cantante no había quien me ganara en hambre y en valor. Aquel silencio no se me podía pedir ante semejante ocasión, mientras tenía un disco en el mercado y discurrían mis días a través de una lucha titánica para darme a conocer. Si yo me procuraba una imagen nada menos que con la Derek, al lado de la mujer 10, justo cuando no hubiera nadie, la publicidad -y gratis- estaba servida. Si encima añadía un adorno como el de la protagonista de Splash, la sirena más impresionante del cine, qué más quería un principiante sino reunirse con estrellas de Hollywood.
Pensado y hecho llamé a la prensa. Les participé la confidencia que conocía y, a cambio de revelar cuándo estarían las dos actrices internacionales en Sevilla, yo aparecería en las fotos con ellas. Las recibiría con sendos besos, una rosa para cada una y las obsequiaría con mi último cd.
A eso de las cinco y media estábamos tomando café en el aeropuerto, en la barra del bar desde la que se divisa al fondo la puerta de las llegadas de cada vuelo.
Con Tomás Terry había venido la relaciones públicas del Hotel Alfonso XIII, cuyo nombre prefiero omitir, pues nunca tuve mucha confianza con ella: una mujer guapísima, distinguida, alta, en sintonía con el glamour previsto. Se quedó atónita cuando vio de lejos a los fotógrafos. Contrariada le dijo a Tomás:
-¿Cómo puede estar esta gente informada de todo?
Tomás no le contestó gran cosa, se mantuvo en su natural serenidad y consumió tranquilamente el café. No en vano el origen de su apellido colaboraba en mantener por su sangre una cierta flema inglesa.
Todo ocurrió como yo había imaginado. Me encontré con las dos actrices internacionales, les di mi beso y ellas a mí los suyos, las rosas rojas y mis últimas canciones. Los reporteros hicieron el resto y acabé en el ¡Hola! como el joven cantante sevillano que las había recibido en Sevilla.
Cuando salía del parking del aeropuerto conduciendo mi coche, coincidí paralelo al de Tomás, que también emprendía la marcha hacia el Alfonso XIII llevando a sus famosas invitadas. Desde su ventanilla, muy inteligente, me dijo:
-¿Todo bien, Pepe?
Y en una de esas ocasiones que en la vida necesitamos los reflejos necesarios para resolver con naturalidad en fracciones de segundos, le respondí:
-Todo bien, Tomás; muchas gracias.
El cruel mundo de la música tiene al menos una ventaja: y es que los auténticos luchadores, cuando se reconocen entre sí, se legitiman unos a otros para llegar con la valentía hasta donde haga falta. Tomás Terry supo reconocerme así. Exhibió hasta aquel extremo su fina categoría personal y una asombrosa capacidad de comprensión que le impidió sentirse traicionado. Nunca me aludió a este episodio y continuó distinguiéndome con su afecto. Incluso cuando me casé me envío un precioso regalo.
Con la Derek no terminarían allí ni mis anécdotas ni mi sana ambición por hacerme notar en un mundo tan complicado como el artístico. Al día siguiente, en una fiesta privada, mientras cantaba el grupo Atalaje, se me ocurrió que si conseguía sacarla a bailar sevillanas, daría a los paparazzi una foto inédita y con la mujer 10 yo daría en esa imagen la vuelta al mundo. Pero no tuve manera de convencer a la Derek, por más que lo intenté, con mi escaso y simplísimo inglés. Poco más pude hacer que levantarle mis brazos y chasquear los dedos como palillos. No fueron suficientes argumentos para animarla. Tampoco yo era Caracolillo.
José María Fuertes
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