LA DURA Y FRUCTÍFERA ETAPA DEL DIVORCIO
He cumplido un año escribiendo para este periódico. No tengo nada que celebrar puntualmente porque ya es bastante celebración que a diario me dirija a miles de lectores en todo el mundo y gracias a sus millones de visitas. Nunca lo hubiera imaginado. Como mucho suponer, pensaba que el día que fuera columnista -una de mis ilusiones cumplidas- mis colaboraciones no llegarían desde Sevilla más allá de donde en Santa Justa arranca el AVE. Pero que los lectores te envíen sus opiniones desde Los Ángeles, Miami o Nicaragua es demasiado.
Entre muchas de mis palabras he dejado caer mi situación de divorciado. Normal. Es una consecuencia más de la sinceridad con la escribo. Y muchos de quienes me leen -lectoras sobre todo- me han pedido reiteradas veces que me pronuncie sobre esa condición que desgraciadamente va alcanzando cada vez a más matrimonios.
La Universidad Politécnica de Valencia asegura que, según sus estudios estadísticos, en el 2020 habrá un cincuenta por ciento más de divorcios de los que hay ahora. Si les salen las cuentas, predicen que los casados son una especie en extinción, ya que para el año 2015 se prevé que 2.150.000 españoles estarán divorciados. Espero que fallen los cálculos para los demás, por mucho que se hayan cumplido en mi caso y en el de tantos. Si el matrimonio se convirtiera en una especie en extinción -cosa que no creo ni quiero para los casados ni los que vayan a estarlo-, también quedaría en extinción una forma natural y adecuada de vivir los hijos, de discurrir la infancia, de crecer entre sus padres juntos.
El divorcio es una de las maneras de romperse la ley natural, algo así como cuando los hijos se mueren antes que sus padres. Lo normal, lo esperado, lo asumible es que los hijos entierren a quienes les trajeron al mundo. El divorcio, salvo para inconscientes, es una situación de auténtico shock, un colapso grave que sufre el organismo de la existencia, a la que va a dejar con los tejidos seriamente dañados hasta el punto y las secuelas que jamás podremos evaluar por completo. El acta matrimonial de cada uno debería incluir un recuadro con filetes de esquela como el de los paquetes de tabaco, una advertencia temible a no perder de vista. Y frente al chistoso que afirme que el matrimonio perjudica gravemente la salud, diría que el divorcio mata. Mata muchas cosas. Incontables. Además de que, en España al menos, te espere una Ley que aún va a disparar más -con ráfagas de metralleta- sobre lo mínimo que quede en pie. Está claro que de la Ley del Divorcio y la reforma del Derecho de Familia se encargó en sus últimos toques un hombre que no tenía hijos.
En cualquier caso, y como de todo hemos de mirar el lado positivo, el divorcio es una magnífica aclaración de la vida; una aclaración sobre el otro y sobre nosotros mismos. Es haber perdido el amor, pero descubriendo que no teníamos el verdadero. El divorcio es una afortunada corrección a tiempo de perfiles que estaban desdibujados, un ajuste de contornos que dejaron de ser precisos. Con el divorcio, la vida pierde momentáneamente la melodía de la que surgimos, para continuar no sin música, pero sí escuchando las notas más graves. Con el divorcio, aprendemos a cantar con toda nuestra tesitura de humanos. Es el esfuerzo de llegar a las notas más agudas y difíciles, pero no dejan de ser un canto enérgico y vibrante.
El divorcio es una operación sin anestesia. Es la vida sin un mínimo de morfina, sin analgésico alguno. No hay más calmantes que una mente fuerte y un decidido empeño en que sales adelante.
La experiencia es tan rica que no voy a proponerme el afán inútil de contarla de una sola vez. Seguiré ahondando en ella para corresponder con tantos lectores como me lo demandan. Si con mi propia travesía puedo ayudar en algo a los que la recorran y, sobre todo, a quienes puedan evitarla, aquí estaré.
José María Fuertes
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