Marina tuvo que ser
¿Llevaré años de amistad con el Soto desde aquella tarde de sábado de 1979 en la que apareció por la casa de Cursillos de Cristiandad, en San Juan de Aznalfarache, para hacer un Encuentro de Juventud? ¿Y después, cuando nos hicimos inseparables y entraba y salía por mi casa como Perico por la suya, cuando lo acogimos como si fuera uno más entre nosotros y hasta ayudaba a mi padre en su pequeña huerta del chalet en Castilleja? Y la de veces que me cantó en el sofá del bufete y con mi propia guitarra lo de “la calle más sevillana se llama Sierpes”.
Y aquella madrugada en el aeropuerto de San Pablo esperando un vuelo con retraso de Viernes de Dolores en el que desde Madrid llegaba a Sevilla Pilona, la hermana de Macarena Jiménez Algora. Y un domingo en Villanueva del Ariscal, con el amigo Antonio Bernárdez, en la Hacienda de los Botello, cantando los dos a dúo. ¡Lo que le gustaba al Soto el Padre Nuestro de Gloria Fuertes, al que yo le puse música! Y la de veces que salimos juntos de los talleres de Gráficas del Sur, en la calle San Eloy, cargando bolsas de deportes llenas de la revista “Sevilla Nuestra”, que yo fundé, para repartirlas a pie por las librerías del centro, la de don Fernando Sanz, la de Pascual Lázaro, Ferrer, Oliam, las paulinas de la calle Azofaifo…
Y el día que le presenté al Pali en su casa de Tomás de Ybarra, ante cuya puerta el trovador se sentaba con la silla vuelta viendo pasar Los Estudiantes. O cuando por vísperas de Semana Santa el Soto, que entonces era José Manuel, pensaba en irse esos días a La Antilla y yo lo tentaba para que se quedara en Sevilla viendo cofradías. Lo acomodaba a gusto en el velador de la amplia terraza que tenía nuestro piso de la calle Imagen, con el solito dando agradable, la copa de manzanilla, las marchas en el tocadiscos y me ponía a convencerlo de que no se fuera. Algunas veces lo conseguí y se venía con nosotros su hermana Marta, la guapísima de los ojos azules.
Y la de noches que fuimos con Manolo Domínguez en su coche para asomarnos a las acampadas de Triana en el camino y empezar a olisquear qué era eso del Rocío.
Y los cantes en Vicente el Traga, cuando empezó a venir Pilar Parejo, la niña que empezaba a enamorarlo desde entonces a los días que dura ya su matrimonio.
Y la tarde que nos fuimos un pandillón a Écija para ver torear a Pepe Luis Vázquez, ¡qué de gente desde Sevilla!: Carmen Mora-Figueroa, Luisa Fedriani, Almudena Coronel, los Lora…
Pero hay más batallitas, como cuando me tocó decirle por teléfono desde Madrid que lo habían suspendido en los exámenes del Instituto Nacional de Educación Física, porque lo que el Soto quería ser no era cantante, sino profesor de educación física (su preparador era José Luis Montoya, el mismo de El Patio en ABC). Y las cartas con su corazón partío desde la mili, escribiéndome renglones de sinceridad y nuevas inquietudes después de quemar etapas, cuando por el horizonte amargo de un desengaño empezó a asomar la música… y Ella, con mayúscula, el éxito, el fin de su intensa intimidad conmigo, el raro sabor de contemplar que a tu amigo se lo lleva el público y camina sin anonimato, reconocido en la calle por todo el mundo, saliendo por la televisión, llamándote gente -mujeres- que sabiendo tu larga relación con el famoso te pide que se lo presentes y hasta consigas llevarlo a sus casas o ellas a la suya. Un caos que tiene el nombre de su felicidad y haber hallado, después de tanto buscarlo, su camino. Por fin ha solucionado económicamente su vida y ha podido medio tranquilizar a unos padres tradicionales ubicados en la Sevilla más clásica de las fincas y el campo andaluz. El hijo de la incertidumbre, la oveja negra, ya tiene donde caerse: encima de hermosas canciones que va a tararear toda España y parte de América Latina.
El resto ya es historia común de todos, de besos que hemos dado con el fondo salobre de sus palabras de mar y un trino perdido en melancolías, desde aquella fiesta que organizó Eusebio Torres en la Venta Antequera. Y la madrugada que presentó un disco en La Recua, mientras las niñas más guapas del pijoterío se sujetaban las caras apoyándose en el codo, sencillamente porque se les caía la baba.
Bueno: pues en tantos años y en tantas cosas, jamás tuve una foto con el Soto. La gente no iba entonces cargada con los móviles o las mini cámaras para hacerla. Eso no existía. Pero la otra mañana, cuando acudí a felicitarle en la presentación del dvd por los veinticinco años en la música, esa foto nos la hizo Marina Bernal: infatigable, profesional, completa, la que vale tanto para una cosa como para otra y da la talla lo mismo en la destreza con que maneja el objetivo que si presenta, como lo hizo la otra noche, la Gala de Miss Sevilla. ¡Que bellísima estaba de verde y rubia, de simpatía, de aplomo y amabilidad junto a Valentín García! No veía nada tan bien hecho por una pareja desde los tiempos de Laura Valenzuela y Joaquín Prat, cuando los presentadores no gritaban como Ramón García. Y a Marina Bernal le debo esta foto con el gran amigo José Manuel, el que después se convirtió en el Soto.
José María Fuertes
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