Esa sangre veloz de los artistas. «Cuando llueve»
La Semana Santa no deja de ser una escuela de vida. Está en la existencia de los sevillanos desde su mismo nacimiento, cuando no pocas historias cofrades arrancan su bello argumento desde ese día, cuando un padre, un abuelo, un familiar, se presenta de inmediato llevando el camino más corto desde el paritorio a la Hermandad y lo apunta. Ahora, para eso, hay que llevar la partida de bautismo, pero un tiempo hubo en el que no hacía falta; y son muchos los que en la Iglesia han sido antes cofrades que bautizados.
La Semana Santa está, desde niños, en los primeros latidos y en las venas de nuestra vida. Va en la originaria y más pura sangre que nos recorre. Como soy de una tierra de tantas exageraciones como pasiones, puedo decir -y ustedes me disculpan- que la Semana Santa compone el adn de los sevillanos. De ella dejaríamos su rastro hasta en las huellas dactilares. Y como en la misma vida, hemos aprendido de la Semana Santa sus dos caras: la buena y la mala, la a y la b, como en los antiguos discos de vinilo. Hoy suena la cara b. O si lo prefieren, porque hubo grandes canciones junto a las más exitosas, hoy ha tocado la cruz, la peor cruz de la moneda radiante de la Semana Santa. Hoy ha tocado la lluvia.
Ella es la que hace vivir los sueños de la Semana Santa en la conciencia de que no siempre se cumplen. Es el acecho detrás de la ilusión de vestirte de nazareno, la amenaza de que no salga tu cofradía, el temor de no poder ser costalero… Es el mazazo a una fecha que te aguardaba para recordarla siempre y acabas por desear que no hubiera existido nunca.
Fue en el Domingo de Ramos de 1971, cuando iba a salir por primera vez en La Amargura, el día que me estrené en ese trago que hoy, Martes Santo de 2011, otros habrán descubierto que existe, que nos espera, que nos aguarda como una especie de torero bautismo de sangre. A lo mejor por otros lares de la vida, por otras orillas de la niñez, la adolescencia o la juventud aún no los había cogido el toro grave y negro de los contratiempos. Pero ya los ha empitonado esta oscura tarde de lluvia para que aprendan que, desde este año en adelante, pueden venir desgraciadamente otras; y que somos, no sólo para la Semana Santa, sino para la vida entera, seres oriundos de las alegrías y de las penas.
Por mi edad pertenezco ya a la cuenta de muchas aguas y de muchas sequías. Y recomiendo hoy, solidarizado desde mis catorce años con miles de nazarenos y costaleros, a quienes abandonan los templos al rato de haber entrado en ellos, sin el gesto triunfal de los regresos en la madrugada, sin haber prendido la llama de sus cirios, que aprueben también esta lección lejos del sol que tanto desearon para su gran día. Aunque vuelvan abatidos y de vacío a sus casas, como los que no acaban de verse completos de donde salieron, como si se les hubiera quedado atrás algo que no ponen en pie con certeza, tratando de recordar qué llevaban y ahora no llevan, yo les deseo, sobre este solar vacío de ilusiones que está todo encharcado, edificar con el alma en pie de Sevilla un nuevo sueño en otra nueva primavera.
Mi recuerdo sentido también para tanta gente que intenta medio encontrar el pulmón de la Semana Santa para asistir de respiración urgente sus maltrechas economías: los vendedores ambulantes de no sé cuántas cosas como globos, garrapiñas, piñonates, churros… las mismas tiendas y comercios que intentan asirse al tránsito de miles de personas que puedan entrar a curiosear y comprar algo aunque fuera por casualidad. Hoy, con el agua, se les ha derrumbado el cartón piedra donde sostenían unas esperanzadoras posibilidades de solucionarse a sí mismos en la crisis de todos.
En esta vieja escuela de siglos que es la Semana Santa de Sevilla se ha escrito muchas veces, como en la vida, a base de borrascas, tormentas y esplendores. Conviene no olvidarlo. Y aprenderlo cuando llueve…
(*) José María Fuertes es cantautor y abogado
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