Esa sangre veloz de los artistas. «Por buen camino»
El viernes por la noche presenté, entre otras, la actuación de una nueva artista. No digo su nombre, para que nadie pueda identificarla en las confidencias que me hace. Es joven, guapa, con un sonido maravilloso, suave y personal en su garganta… vamos, que lo tiene todo. Desde que la escuché la primera vez, también presentándola en otro espectáculo, me llamó la atención. Y hoy me envía por correo electrónico las siguientes palabras:
“Buenos días, Pepe. Esta mañana estoy totalmente deprimida, porque he visto en video mi actuación y no me gusta. No sé lo que me ha pasado, pero tú tenías razón, es como si faltara algo. Me he venido abajo de una manera brutal. Y el caso es que todos me felicitaban… No lo entiendo.”
Yo sí. Yo sí lo entiendo porque he tenido que entenderlo sobre mí mismo muchas veces.
Toda vida artística, hasta la que más éxito pueda contar, se experimenta siempre dolorosamente feliz. ¿Qué clase de idea es esta?, ¿una broma?, ¿cómo es posible una expresión así? Es posible, lo puedo asegurar; y mejor que yo, podrían testimoniarlo aquellos que más lejos han llegado. Ser artista es pagar el precio de no pocos contrasentidos y altibajos. Cuanto antes se aprenda a ser un todoterreno, mejor. Los desequilibrios que acechan son muchos: en cuestión de minutos se puede pasar desde un baño de multitud hasta la soledad en la habitación del hotel; desde el halago más fervoroso hasta la puñalada trapera de una crítica destructiva; desde un tiempo dorado de popularidad hasta el día en que apenas te reconocen por la calle… Esto es así se ponga uno como se ponga. No queda todo al alcance ni al control del artista. Ni siquiera su triunfo está relacionado forzosamente con su valía. ¿Acaso Bisbal no era tan bueno como ahora cuando cantaba en su orquesta y su fama no pasaba de la feria del pueblo donde le había salido una gala? Pero a sus méritos tuvo que sumar la paciencia porque llegara su momento adecuado: aquel año 2002 de una apisonadora publicitaria llamada “Operación Triunfo”. Fernando Fernán Gómez dictó toda una sentencia: “Al final nos pagan por haber esperado”.
Querida amiga: entre tantos contraluces con los que de ahora en adelante vas a tener que levantarte y acostarte cada día, ha empezado el camino de la insatisfacción. La eterna insatisfacción. Y eso, para un artista, es ir por buen camino. Es lo que te queda si deseas seguir en esto. Aquí puede que se logren las metas, pero nunca se descansa. No hay laureles para dormirse en ellos. Es una lucha incesante por superarte. Es un descontento permanente. Sólo los tontos, los creídos, se vanaglorian de algo. Sólo los que no tienen la auténtica madera viven tranquilos. Sólo los que saben salir a flote son capaces de sentirse hundidos. Como tú.
Y en este oficio de cantor, como le llamó Facundo Cabral, los defectos propios, los fallos cometidos, debe sabérselos decir uno mismo antes que los demás; sobre todo porque entre los demás habrá siempre muy poca gente que se atreva a corregirte -es más cómodo un cumplido- y mucha dispuesta a quedar bien y decirte lo que no siente. ¿Duro? Es que esto es duro, qué caramba. ¡Qué de veces, al terminar conciertos, galas, habré estado rodeado por decenas de personas felicitándome y yo tan campante, diciéndome por dentro: tururú… ha sido un desastre! Los tumores me los he reconocido yo antes que el médico. Me he hartado de firmar autógrafos y dar besos más de una hora sin parar, mientras me ardían las tripas por desear quedarme solo y empezar a reflexionar. ¿Qué ha fallado?
Madre mía, ¡cuántas cosas pueden fallar! De ti mismo y de cuantos hacen contigo posible tu actuación. Que es eso: tu actuación. La que lleva tu nombre propio por encima de todos los nombres. El único nombre que de verdad se la juega. El nombre que al día siguiente van a llevar de boca en boca para bien o para mal. Cuando yo estaba en Derecho y me suspendían en lo que fuera, la repercusión de mi mala nota no iba más allá de saberlo yo y unos cuantos más que la leyeran en el tablón de anuncios. Pero aquí… aquí en la música… ¡La de gente que se entera de tu aprobado, de tu suspenso y, ¿por qué no cuando llega la ocasión?, también de tu sobresaliente o tu matrícula! El resultado de lo que hace un artista no tiene entre él y el público el leve grosor del cristal de un panel con calificaciones, sino una lente de aumento que o te ensalza o te destroza. Es nuestra miseria. Es nuestra grandeza.
Te diría que no te preocupes, chiquilla. Pero no te lo voy a decir. Al contrario: preocúpate, deprímete si quieres -sólo por momentos, claro; con un día basta, con dos a lo sumo-; son los dolores propios y genuinos del artista para poder acabar un día alumbrando a la criatura que lleva dentro… una canción, una forma indescriptible de interpretar, un agudo valiente y suicida… Y rómpete. No vuelvas a irte entera del escenario. Ya sé que eres feliz. Pero canta como si no lo fueras. Sal desesperada como si llegaras de vivir de debajo del puente. A un artista, mentalmente le conviene la intemperie, un espíritu sin zapatillas, la amnesia sobre el hogar cálido en el que habita. No tienes donde caerte más que encima de lo que cantas. Esa es tu cama, ahí tienes tu manta, sólo eso te abraza delante del público. ¿Quién te has creído que eres? No somos nadie, querida, y lo somos todo. No llevamos encima un carnet de identidad, porque vamos sin cesar de un papel a otro según la historia que marca una partitura. No sé si por tu edad has llegado a ver videos de la Piaf. Fue una de las más grandes. Vestía invariablemente de negro, surgía a escena desde ese color neutro que le facilitaba discurrir como un mimo por sus canciones. No te la pierdas. Y ante los focos no permitas ni el reflejo que da la alianza en tu dedo. Quítatela de ahora en adelante cada vez que cantes. Los artistas no tenemos estado civil. Tenemos nuestro arte. ¿Qué más quieres después de ese regalo divino? Los artistas no estamos ni solteros, ni casados, ni divorciados… Los artistas no somos ni machos, ni putas, ni maricones, ni lesbianas… Somos artistas. Y punto. Yo no digo que aparte. Pero punto.
Todo cantante es un ser por naturaleza feliz, pero no cómodo. Jamás llega a nada definitivo. Siempre está pendiente de revalidar lo conseguido.
Ya te lo he referido otra vez, pero no olvides el ejemplo que te conté sobre uno de los gigantes en el mundo que tanto nos gusta: el ejemplo de Raphael. Siendo por los años setenta el más internacional de nuestros cantantes, se encerró en el Palacio de la Música, de Madrid, cerca de cincuenta noches seguidas para ofrecer un auténtico maratón de recitales (como se les llamaba entonces a los conciertos). Para dirigir la orquesta se había traído de Francia nada menos que a Frank Pourcel, y Raphael lo traía loco. Todas las noches, al terminar, algo causaba el descontento del Niño de Linares, a pesar de que ponía una y otra vez al público en pie con ovaciones enardecidas que parecía no se iban a acabar nunca. Pero para Raphael siempre había fallos. Un día que si la luz, otro que si no sé qué músico al hacer una entrada o en un desafino, el otro su propia voz, y otro un foco que no alumbraba el exacto lugar donde estaba previsto… El caso es que una noche todo salió a la perfección y rápidamente Frank Pourcel acudió entusiasmado al camerino de Raphael en la seguridad de encontrarlo completamente satisfecho. Pero no podía esperarse hasta dónde llegaba la autoexigencia de alguien que triunfaba clamorosamente. Pourcel le dijo:
-Bueno, hoy estarás contento, ¿no?
A lo que Raphael contestó:
-Hoy sí; pero… ¿y mañana qué?
José María Fuertes(*)Es cantautor y abogado
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