Y como no, Julio Iglesias.
Fue la melancolía de muchos años, aquellos en los que sólo sabía defenderme del desamor con algunas de sus canciones. La muchacha de los sueños se iba, la mujer “de mi vida” decidía no acompañarme en ella para los restos, y me metía en mi cuarto escuchando a Julio Iglesias. Como si él supiera esperarme en todas las desilusiones, como si se dedicara a comprenderme en el desencanto, tenía siempre la frase exacta que contaba su historia como si fuera la mía… ¡Cuánto sufríamos Julio Iglesias y yo! ¡Vaya par de desgraciados! Claro que él no tenía sólo mis lloreras, sino las de medio mundo y parte del otro.
Como si fuera un santón de los amores imposibles, a Julio Iglesias le han invocado gentes de todo el planeta cada vez que han querido curarse del espanto de la soledad o del desconcierto de la ausencia. Esas gentes que veníamos a menos cuando en las manos no quedaba ni rastro del perfume de un cabello que llegó a estar entre nuestros dedos. Éramos los desahuciados de la habitación caliente de los besos. Fue aquella época de “Me olvidé de vivir”, “Todo o nada”, “Un sentimental”, “O me quieres o me dejas”, “Ni te tengo, ni te olvido”… Desde luego había donde escoger.
Volvía a mi casa con esa tristeza que entra cuando ya sabes que no será para toda la vida, para siempre… y sólo estaba uno para encerrarse entre sus cuatro paredes y ponerse su traje de pena a la medida: “No me vuelvo a enamorar”, “A veces tú, a veces yo”, “Con la misma piedra”, “Abrázame”… Deambulaba zombi mi mirada sobre las portadas de sus discos y allí estaba él, retratado con tu misma ensoñación de enamorado que no descarta un milagro de última hora; con la cabeza agachada como traía la mía después de la decepción; y con los brazos cruzados de tanto resignarse.
Quizás no haya habido jamás un cantante que en las fotos haya cruzado los brazos tantas veces como Julio Iglesias, como si fuera una firma de su carácter obediente, tenaz y disciplinado. Como si trazara la rúbrica de su constante lucha. Si él estaba así ante el agua azul de un Caribe inimaginable, bajo el cielo con filtro de un atardecer melancólico en el trópico, ¿por qué no yo en el pueblo que veraneaba, donde todo quedaba tan cerca por igual de la felicidad o la depresión? Como a un dios profano que moraba en sus canciones, le encomendaba el fracaso de no haber conseguido más los labios que me tenían loco.
Dos veces había hablado con él por teléfono antes de todo aquello, antes de mi adolescencia, mucho antes de mi juventud, antes también de la llegada o el adiós de mis primeros amores, y antes incluso de que él mismo tuviera que escribir aquel dolor suyo de “Hey!”. Me dio su número un gran amigo en Sevilla de la familia Iglesias, José Luis Álvarez del Río, mi profesor de Historia en el Colegio San Francisco de Paula. Me apreciaba mucho y sabiendo lo que me gustaban las canciones del cantante quiso facilitarme el contacto directo con Julio Iglesias.
Yo tendría unos trece años cuando aquello; cuando acababa de celebrarse el Festival de Eurovisión al que acudió el artista para defender a España con “Gwendoline”. No se trajo el triunfo pero se ganó el apodo de “el termo”, porque la letra de su canción empezaba diciendo “tan dentro de mí conservo el calor…”. Y empezaron ahí mismo los reveses para convencer a todos de su valía desde un país en el que parece que demostrar los méritos cuesta más que en ninguna otra parte. Así somos. No hay remedio.
-Sí, ¿quién es?
El mismísimo Julio Iglesias me había cogido el teléfono en su domicilio particular.
-Julio, soy un admirador tuyo de Sevilla. Me llamo José María…
-Hola, flaco.
Evidentemente los teléfonos no transmitían la imagen para que el cantante me identificara tal como yo era. Con los años me percaté de que era habitual en Julio Iglesias que llamara a la gente flaco o flaca. Sin ir más lejos dejó a Virginia -una de sus conquistas más sonadas- con el sobrenombre internacional de La Flaca.
-Quiero unas fotos tuyas dedicadas y un póster. ¿Cuándo vas a venir a cantar a Sevilla?
-Mira, te doy la dirección a la que dirigirte para enviarte lo que quieres, es la de mi club de fans. Apunta, flaco…
No apunto. Intento memorizar como puedo -y no puedo- en la emoción de un admirador de trece años que habla con el representante de España en Eurovisión, el mismo que tiene a medio país y parte del otro con el nombre de su canción en la boca. Me cuenta que tardará en volver a Sevilla, porque hace apenas unos meses que ha estado cantando en la piscina de Rochelambert (¿se hace alguien cargo de lo que ha llovido?). Y junto a sus palabras suena por teléfono el llanto de la única hija que tiene entonces y a la que, me aclara, sostiene entre los brazos mientras me atiende. Es, claro, Chábeli, a la que andando el tiempo le escribirá aquello de la niña de largos silencios… Pero en esos momentos es un bebé y llora. Me despido. Nos despedimos. Y al colgar me doy cuenta de que escuchar a Julio Iglesias sólo para mí me ha traicionado la retentiva y que no recuerdo la dirección que me ha dado para conseguir las fotos y el póster con sus firmas. ¿Brasil se llamaba la calle?, ¿Colombia me ha dicho? Y acabo como si me hubiera perdido en el sevillano barrio de Heliópolis. Y le vuelvo a llamar:
-Lo siento, Julio, disculpa, es que…mira…
-No te preocupes, flaco. Dime la tuya.
Era viernes. Nunca lo olvidaré, porque entonces el correo llegaba hasta los sábados y el lunes recibí tres fotografías y un póster, cada cosa con dedicatorias y su autógrafo. Eso quiso decir que aquella misma tarde en la que hablé con él tuvo que molestarse en coger lo que le pedía, escribirlo, meterlo en un sobre adecuado al tamaño sobre todo del gigantesco póster que guardó plegado, ponerle unos sellos, bajar a la calle y echarlo en un buzón. En poco más de cuarenta y ocho horas estaba todo en mis manos nerviosas de admirador complacido.
Hoy no puedo mostrar nada eso (ni fotos, ni póster) porque con los años yo extendí aquella generosidad de Julio Iglesias hasta el dormitorio de una amiga que, como tantas mujeres, perdía la cabeza por él. Se lo regalé todo. ¿Qué importaba ya un gigantesco cartel? Yo me había quedado con lo mejor: la lección que me dio un luchador nato, llamado Julio Iglesias, sobre el hambre y las ganas que tenía de ser lo que después fue. He recordado muchas veces este episodio personal con alguien que caminaba hacia la leyenda, en dirección a su mito. Y con mi propia anécdota he comprendido por qué el hombre que no sabía dónde colocar las manos llegó a estrecharlas con las de Sinatra.
Mucho tiempo después, cuando ya era el cantante español más universal, el que recorría el planeta por sus cinco continentes sin que ni la selva amazónica escapara a su influjo (qué lejos la piscina de Rochelambert), vi un día a Julio Iglesias de cerca y de frente. Una foto tengo de ese momento, pero no logro encontrarla. Ya he advertido lo poco que me preocupo de esas “titulaciones”. Le estreché la mano. No me conoció. Y, lo más curioso, yo tampoco a él. Al cabo de tantos años de compartir tantas historias suyas que hablaban de las mías , ni él me identificó ni yo le reconocí.
Me di cuenta de que era un completo desconocido que miraba, por entre la polvareda que a su paso levantaba el éxito, más penoso aún que en las portadas de sus discos. No entendí nada. Y mucho menos para qué servía entonces la fortuna, el Caribe, las palmeras de las lejanas playas, o el atardecer ese con filtro que redondea el sol de su suerte. Una mirada caída y triste me dejó desconcertado. ¿Una hora baja para la que somos asequibles todos los seres humanos? ¿Una realidad vacía fuera de las luces obligadas y hasta crueles de la vida artística? ¿Una impresión mía o su verdad más auténtica atrapada en el cansancio del éxito? No sé, no sé…
Con todo, gracias Julio Iglesias, porque aprendí contigo a cruzar los brazos en la adversidad. Lo mejor de ti no está para mí en la voz (esa voz que acaricia las sílabas y, como dice Manuel Alejandro, le pone un visón a las canciones). Lo mejor de ti está en las miles de fotos en las que has multiplicado tu gesto de cruzar los brazos tantas veces como un ser humano tiene que enfrentar la reflexión personal y seguir, como tú, luchando, siempre luchando, constantemente luchando, hasta el último día luchando… Desde aquel accidente de coche… luchando…!
(*)José María Fuertes es cantautor y abogado.
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